miércoles, 14 de octubre de 2015

(123) POR UNA DERECHA MUCHO MAS UNIDA EN ESPAÑA

(123) POR UNA DERECHA MUCHO MAS UNIDA EN ESPAÑA







Foto de Germán Junqueras Montalvá.
Germán Junqueras Montalvá"LA DESMEMORIA HISTÓRICA"


Los mismos que defienden hoy la apertura de las fosas del franquismo,
con el ya ex juez Baltasar Garzón al frente, esconden la cabeza como el
avestruz cuando oyen hablar de Paracuellos del Jarama, de la masacre
perpetrada en el seno de las Brigadas Internacionales por su organizador
y jefe André Marty, o de las terribles checas de Barcelona. Tampoco
quieren saber nada del asesinato de Andreu Nin, líder del Partido Obrero
de Unificación Marxista (POUM), o de los desmanes cometidos por el
chequista socialista Agapito García Atadell. ¿Cómo explicar si no que
Garzón se empeñase en perseguir a Franco como presunto genocida con el
mismo celo con que el inspector Javert acechaba al forzado Jean Valjean
en Los Miserables de Víctor Hugo?

Mientras Garzón decretaba la
exhumación de 19 fosas de la Guerra Civil, nadie hablaba de la fosa
descubierta a principios de 2008 en Alcalá de Henares, donde tal vez
sepultaron a Andreu Nin. ¿Por qué Garzón tampoco movió un dedo para
investigar si entre aquellos restos figuraban los de Nin, que no era
precisamente sospechoso de pertenecer al bando nacional?


Enseguida se entenderá. Los esbirros de Stalin al mando del general
Alexander Orlov, jefe de la Policía secreta soviética en España,
intentaron que el líder del POUM se confesase espía de Franco. ¿Cómo?
Arrancándole la piel a tiras para poder seccionar mejor sus miembros en
carne viva; o sea, desollándolo. Pero el líder poumista, convertido por
sus verdugos en una piltrafa humana, jamás claudicó.

En el
Archivo Histórico Nacional hallé la prueba decisiva de la complicidad de
Negrín en este asesinato: el borrador definitivo del comunicado sobre
la desaparición de Nin que debía enviarse a la prensa con las enmiendas
hechas de puño y letra por el propio presidente del Gobierno. En ese
texto, Negrín suprimió la palabra «secuestrado» y la sustituyó a mano
por «Nin»; luego tachó «en Alcalá de Henares» para no dejar pistas sobre
el paradero del líder del POUM. Era indudable que Negrín se hallaba
hipotecado con Stalin tras enviar a Moscú las cuartas reservas de oro
más importantes del mundo: las del Banco de España. Por eso miró hacia
otro lado.

Añadiremos que el propio fiscal del caso Nin,
Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del antiguo comisionado de las
víctimas del terrorismo, reconoció abochornado tras la guerra que cuando
estaba a punto de esclarecerse la verdad de los hechos, recibió la
orden de interrumpir la investigación.

¿Y qué decir de Santiago
Carrillo, cuyo mortecino pasado al frente de la Consejería de Orden
Público de la Junta de Defensa de Madrid eclipsa sin duda las ínfulas de
demócrata que él mismo y otros partidarios suyos le atribuyen hoy sin
recato alguno? Carrillo fue, cuando menos, cómplice de las masacres
cometidas en Paracuellos del Jarama; nada hizo por evitarlas y desde
luego sólo los ingenuos o malintencionados pueden creer a estas alturas
que no tuviese la menor noticia de que cientos de presos eran sacados de
las cárceles y fusilados luego al pie de las zanjas excavadas en
Paracuellos o Torrejón de Ardoz.

¿Cómo fue posible que un solo
hombre –Melchor Rodríguez– acabase con las matanzas en cuanto fue
nombrado inspector general de Prisiones y que Carrillo, con mucho más
poder e influencia que él, ni siquiera estuviese al corriente de lo que
estaba sucediendo en su propia jurisdicción?

Se quiera o no, los
terribles sucesos de Paracuellos del Jarama deberían mancillar la
conciencia del ex secretario general del PCE por laxa que ésta sea. Eso,
por no hablar de la confesión de André Marty al Comité Central del
Partido Comunista, el 15 de noviembre de 1937, que le acredita como el
asesino de medio millar de interbrigadistas. Con razón ha merecido pasar
a la historia con el sobrenombre de «el carnicero de Albacete».


He reservado para el final de estas líneas a otros dos pájaros de mal
agüero. El primero, Alfonso Laurencic, el monstruo que ingenió los
instrumentos de tortura instalados en las checas de las calles de
Vallmajor y Zaragoza, en Barcelona. Numerosos infelices perecieron en la
silla eléctrica o sufrieron los tormentos de las celdas-armario o el
«metrómetro», un aparato de cuerda semejante a un péndulo que emitía un
penetrante y continuo tictac para quebrar la voluntad de los confinados
en las asfixiantes mazmorras. Laurencic aún tuvo la desfachatez de
afirmar ante el tribunal que «hubiese construido cien checas más».


Hubo también asesinos fatuos y refinados que acabaron con la vida de
cientos de inocentes. Agapito García Atadell, al frente de la checa que
llevaba su nombre, fue un claro exponente. Su maldad le llevó a huir de
Madrid con el botín requisado a sus víctimas, pero el destino reservado a
los indeseables como él quiso que fuese detenido y más tarde ahorcado
en una cárcel sevillana.

José María Zavala

Fuente: http://www.larazon.es/
Fotografía: Ejemplar de agosto de la publicación comunista "Mundo Obrero", con uno de sus ejemplarizantes titulares."
LA DESMEMORIA HISTÓRICA


Los mismos que defienden hoy la apertura de las fosas del franquismo,
con el ya ex juez Baltasar Garzón al frente, esconden la cabeza como el
avestruz cuando oyen hablar de Paracuellos del Jarama, de la masacre
perpetrada en el seno de las Brigadas Internacionales por su organizador
y jefe André Marty, o de las terribles checas de Barcelona. Tampoco
quieren saber nada del asesinato de Andreu Nin, líder del Partido Obrero
de Unificación Marxista (POUM), o de los desmanes cometidos por el
chequista socialista Agapito García Atadell. ¿Cómo explicar si no que
Garzón se empeñase en perseguir a Franco como presunto genocida con el
mismo celo con que el inspector Javert acechaba al forzado Jean Valjean
en Los Miserables de Víctor Hugo?

Mientras Garzón decretaba la
exhumación de 19 fosas de la Guerra Civil, nadie hablaba de la fosa
descubierta a principios de 2008 en Alcalá de Henares, donde tal vez
sepultaron a Andreu Nin. ¿Por qué Garzón tampoco movió un dedo para
investigar si entre aquellos restos figuraban los de Nin, que no era
precisamente sospechoso de pertenecer al bando nacional?


Enseguida se entenderá. Los esbirros de Stalin al mando del general
Alexander Orlov, jefe de la Policía secreta soviética en España,
intentaron que el líder del POUM se confesase espía de Franco. ¿Cómo?
Arrancándole la piel a tiras para poder seccionar mejor sus miembros en
carne viva; o sea, desollándolo. Pero el líder poumista, convertido por
sus verdugos en una piltrafa humana, jamás claudicó.

En el
Archivo Histórico Nacional hallé la prueba decisiva de la complicidad de
Negrín en este asesinato: el borrador definitivo del comunicado sobre
la desaparición de Nin que debía enviarse a la prensa con las enmiendas
hechas de puño y letra por el propio presidente del Gobierno. En ese
texto, Negrín suprimió la palabra «secuestrado» y la sustituyó a mano
por «Nin»; luego tachó «en Alcalá de Henares» para no dejar pistas sobre
el paradero del líder del POUM. Era indudable que Negrín se hallaba
hipotecado con Stalin tras enviar a Moscú las cuartas reservas de oro
más importantes del mundo: las del Banco de España. Por eso miró hacia
otro lado.

Añadiremos que el propio fiscal del caso Nin,
Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del antiguo comisionado de las
víctimas del terrorismo, reconoció abochornado tras la guerra que cuando
estaba a punto de esclarecerse la verdad de los hechos, recibió la
orden de interrumpir la investigación.

¿Y qué decir de Santiago
Carrillo, cuyo mortecino pasado al frente de la Consejería de Orden
Público de la Junta de Defensa de Madrid eclipsa sin duda las ínfulas de
demócrata que él mismo y otros partidarios suyos le atribuyen hoy sin
recato alguno? Carrillo fue, cuando menos, cómplice de las masacres
cometidas en Paracuellos del Jarama; nada hizo por evitarlas y desde
luego sólo los ingenuos o malintencionados pueden creer a estas alturas
que no tuviese la menor noticia de que cientos de presos eran sacados de
las cárceles y fusilados luego al pie de las zanjas excavadas en
Paracuellos o Torrejón de Ardoz.

¿Cómo fue posible que un solo
hombre –Melchor Rodríguez– acabase con las matanzas en cuanto fue
nombrado inspector general de Prisiones y que Carrillo, con mucho más
poder e influencia que él, ni siquiera estuviese al corriente de lo que
estaba sucediendo en su propia jurisdicción?

Se quiera o no, los
terribles sucesos de Paracuellos del Jarama deberían mancillar la
conciencia del ex secretario general del PCE por laxa que ésta sea. Eso,
por no hablar de la confesión de André Marty al Comité Central del
Partido Comunista, el 15 de noviembre de 1937, que le acredita como el
asesino de medio millar de interbrigadistas. Con razón ha merecido pasar
a la historia con el sobrenombre de «el carnicero de Albacete».


He reservado para el final de estas líneas a otros dos pájaros de mal
agüero. El primero, Alfonso Laurencic, el monstruo que ingenió los
instrumentos de tortura instalados en las checas de las calles de
Vallmajor y Zaragoza, en Barcelona. Numerosos infelices perecieron en la
silla eléctrica o sufrieron los tormentos de las celdas-armario o el
«metrómetro», un aparato de cuerda semejante a un péndulo que emitía un
penetrante y continuo tictac para quebrar la voluntad de los confinados
en las asfixiantes mazmorras. Laurencic aún tuvo la desfachatez de
afirmar ante el tribunal que «hubiese construido cien checas más».


Hubo también asesinos fatuos y refinados que acabaron con la vida de
cientos de inocentes. Agapito García Atadell, al frente de la checa que
llevaba su nombre, fue un claro exponente. Su maldad le llevó a huir de
Madrid con el botín requisado a sus víctimas, pero el destino reservado a
los indeseables como él quiso que fuese detenido y más tarde ahorcado
en una cárcel sevillana.

FUENTE: José María Zavala

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